martes, 12 de febrero de 2013

Una ley cruel

Una ley cruel, por Miguel Ángel Santos Guerra, catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga.

No me gusta que la forma básica de transformar y mejorar el sistema educativo sea la promulgación de leyes. La escuela, en lo esencial, no cambia por decreto. Una forma diferente y más deseable de conseguirlo es mejorar la selección y formación de los docentes, reducir el número de alumnos por aula, perfeccionar las condiciones de trabajo y crear plantillas cohesionadas y estables para desarrollar proyectos ambiciosos de educación.


Una ley que comienza diciendo que el fin fundamental de la educación es el desarrollo de la competitividad (palabra que se repite tres veces en el primer párrafo) pone de manifiesto de forma clara cuál es la filosofía en la que se inspira. Con esa ideología se garantiza que haya personas que, de partida, están condenadas al fracaso.
Si hay que competir y ganar como principal objetivo, el modelo de ciudadano será un individuo que es capaz de entrar después de ti por una puerta giratoria y salir antes.
Vea el lector esta imagen en la que varios corredores compiten por llegar a la meta. Es una buena ilustración del espíritu de esta ley. ¡A competir! Lo único que les preocupa a los legisladores es que los cronómetros sean fieles, que las líneas de las calles estén bien marcadas, que la raya de salida no sea sobrepasada por los corredores  y que la meta esté a la misma distancia exacta para todos. Ah, y que el que mide los tiempos no sea el entrenador que ha preparado a los corredores. Porque la evaluación tiene que ser externa. Es decir, que lo único que importa es el resultado. Nada importan los procesos.
Es la plasmación precisa de la filosofía neoliberal. Individualismo, competitividad, obsesión por la eficacia, búsqueda de resultados, imperio de las leyes del mercado e hipertrofia de la imagen. Esta imagen, muestra de forma clara que la carrera, lejos de brindar igualdad de oportunidades para todos, como engañosamente dice su pie, es una trampa que castiga a unos y beneficia a otros.
Está muy claro que, en esta carrera, hay corredores que van a fracasar. El que tiene una bola de hierro atada al pie, no podrá tener éxito. ¿Qué es esa bola de hierro? La pobreza. Dice Bernstein que el aprendizaje que se exige hoy en las escuelas es tan acelerado que se necesita una segunda escuela en la casa para seguirlo. Y ¿el que no la tiene? Pues ya era un fracasado antes de ir a la escuela y ahora vuelve a serlo porque parte en inferioridad de condiciones.
¿Qué sucede con otro corredor que tiene una estaca de la que sale una cadena que le sujeta por la cintura? Que es un inmigrante desconocedor del idioma hegemónico de la escuela. No puede competir. No puede ganar. Está abocado al fracaso.
¿Y el que tiene una cadena atada al tobillo?   Tiene el síndrome de Down, por ejemplo.  Tendrá dificultades para competir con otros corredores que no solo no tienen impedimento alguno sino que gozan de una excelente alimentación, zapatillas deportivas de calidad y, sobre todo, motivos sobrados para correr.
Un sistema de reválidas (les gusta hablar de evaluaciones externas para no dejar claro que vuelven al pasado) condena a quienes no tienen en casa un ambiente cultural evolucionado, unos padres que  pueden ayudarles, libros para leer, profesores particulares para que echen una manita si se retrasan.
El texto que figura al pie de la foto es el que los legisladores pondrían como subtítulo de la LOMCE. Dice buscar la calidad para todos y para todas. ¿De qué calidad nos habla la ley? Digo esto porque el lenguaje es como una escalera por la que se sube a la comunicación y a la liberación pero por la que se baja a la confusión y a la dominación.
Califico la ley de cruel porque estas personas que fracasan (que ya se sabe que van a fracasar porque parten en condiciones de clara inferioridad) no son objetivo prioritario de las preocupaciones de los legisladores. La filosofía que inspira la ley pretende favorecer a los ya favorecidos por el sistema. Es la ley del privilegio.
Cuando quienes sostienen esta ideología hablan de libertad de elección de las familias, por ejemplo, no dicen que quienes quieran tener una escuela pública puedan elegirla. Quieren decir que quien desee un colegio privado pueda tenerlo. Un colegio en el que sus hijos no se mezclen con los de baja ralea. Un colegio en el que se junten “los buenos” y que luego tendrá la etiqueta de colegio de excelencia. No quieren una escuela igual para todos y para todas sino una escuela para los mejores, que son los suyos. Lo que en realidad hacen no es facilitar la elección de las familias sino hacer posible la libertad de los centros para elegir sus clientelas.
Por eso les gustan ideas como el bachillerato de excelencia, la selectividad, los premios a los mejores, las reválidas consecutivas, incluso cuando acaba la escolaridad básica (para obtener el título mínimo sin el cual se trunca la carrera hacia metas más ambiciosas).
Eso entienden por calidad. Esa es la C de LOMCE. Recuerdo que la última vez que visité Portugal me ofrecieron un listado con las escuelas de más calidad. Se había obtenido mediante un proceso de assessment, es decir mediante la aplicación de pruebas estandarizadas para medir los resultados de los alumnos y alumnas.  Pues bien, una de las cinco primeras escuelas que aparecían en el ranking practica la xenofobia para el ingreso (no admite inmigrantes), el racismo (en ella no se matriculan gitanos), el elitismo (no pueden acudir a ella alumnos de clases bajas) la insensibilidad  (a los que van mal los echan) y que hizo la trampa consabida de pedir que no fueran al colegio algunos alumnos menos brillantes porque “iban a hacer bajar el nivel de la calidad”. Es decir, que una escuela tramposa, elitista, xenófoba, racista e insensible tiene mucha calidad. Pero, ¿de qué calidad se trata?
Y acaso una escuelita rural con alma, con unos maestros que se dejan la piel cada día, que abren el horizonte a sus alumnos y a las familias, sale la última en el ranking.
Hace unos años (exactamente en el 2003) escribí un libro titulado “Trampas en educación: el discurso sobre la calidad”. El editor me dijo que no fuera tan duro, que no hablase de trampas sino de controversias. Mi respuesta fue clara y contundente: es que quiero  hablar de trampas, de engaños, de mentiras. No quiero hablar de debates, discusiones o diálogos sobre la calidad.
La ley  apuesta por la educación privada más que por lo pública. Y ya se sabe a quién beneficia la privada. Está muy claro. Cuando se privatiza, se beneficia a los beneficiados. En enseñanza como en todo lo demás. Cuando se privatiza sucede que, si tienes dinero, tendrás salud; si tienes dinero, tendrás educación; si tienes dinero, tendrás seguridad; si tienes dinero, tendrás comunicación digital; si tienes dinero, podrás viajar a donde quieras.
Si se crea un itinerario privado de transporte de viajeros por carretera desde Málaga a La Coruña con una serie de paradas, ¿cuál será la primera estación que se suprime? La que está situada en un pueblecito de muy pocos habitantes. ¿Por qué? Porque no es rentable. ¿Y qué les pasa a los vecinos de ese pueblo? Pues que espabilen. Qué curioso, son los que más necesitan ese transporte. Y los que no disponen de otro medio más caro para los desplazamientos. Esa forma de proceder es cruel para ellos. Es cruel para los más desfavorecidos. Quienes tienen coche particular o dinero para pagarse un taxi tendrían menos problemas si se suprimiera la parada cercana a su domicilio.
Y ahí está la ley garantizando a los centros privados que puedan mantener separados a niños y a niñas, incumpliendo un mandato constitucional.  Ahí está la ley del privilegio, decía, favoreciendo a quien desea favorecer.
A la ley le importa la dimensión técnica, pues.  El resultado, la competitividad, la eficacia. Pero no la dimensión ética. Importa, en definitiva, que quienes ganan sean “los mejores”. Y también importa ir descartando en sucesivas eliminatorias a “los peores”. Por eso, entre otras muchas cosas, no me gusta la ley. Porque es  una ley cruel.

1 comentarios:

Juan Diego Campanario Verdugo dijo...

Estupendo artículo. Genial como siempre Miguel Ángel.

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